Ha llegado la temporada en que la tierra reposa y las memorias de nuestros ancestros surgen entre conversaciones familiares. Además de recordar tradiciones como colocar una ofrenda, enflorar a nuestros difuntos o dibujar un camino con cempasúchil, las leyendas mexicanas también son una forma de recordar a los que se fueron.
Los antiguos mexicanos nos heredaron gran parte de la riqueza cultural e identidad narrativa que sigue vigente. Desde tiempos prehispánicos, existe testimonio de la existencia de criaturas como el nahual, que ha servido como inspiración para el mundo cinematográfico.
MediosUP presenta el relato “Una Mula Sin Dueño”, basado en narraciones familiares y testimonios compartidos a lo largo de las generaciones entre los pobladores de San Mateo Tecoloapan, Estado de México, así como en distintas investigaciones del tema. ¡No te pierdas esta serie que publicaremos por motivo del Día de Muertos!
Parte 1: El Nahual
Habían pasado varios años desde que Don Refugio, capataz de la Hacienda, vivió la experiencia más extraña y memorable que puede relatar. Junto con Jacinto, su mano derecha y más leal amigo, y Epifanio, el foráneo curandero, logró detener el robo de animales y semillas que por un tiempo sufrió la Hacienda de San Mateo Tecoloapan. Los patrones le ordenaron a Don Refugio detener al ladrón, porque si los animales seguían desapareciendo, ellos se mudarían a otras tierras y el pueblo entero se quedaría sin su fuente principal de trabajo.
Cada temporada de cosecha, la Hacienda recibía a trabajadores de todo el país para que apoyaran a los peones en la colecta y siembra. Epifanio, por lo mismo, laboraba de forma intermitente con ellos y había tardado mucho en regresar para reencontrarse con Don Refugio y Jacinto. Esta noche, lo esperan con alegría en el largo camino del cerro donde lo despidieron la última vez. Una mazorca que rodó por la vereda erizó la piel de Jacinto, pues le hizo recordar la aventura nocturna que los unió a través de la magia.
Montado en un burro y acompañado del susurro que produce el viento, Epifanio se aproxima al punto de reunión.
—Cuéntanos, ¿qué ha sido de tu vida? —pregunta Jacinto— Menos mal que te has acordado de nosotros luego de tantos años.
—Sin falta —responde Epifanio—, aunque vengo algo agüitado. Figúrense que vine de ver a nuestro amigo el carnicero y ya salió con las patas por delante.
—¡No digas! —exclama Jacinto— ¿Qué le pasó? Todavía estaba re joven.
—Pos si no dejó esa vida tan azarosa, ya me figuro lo que le pasó —intervino Don Refugio con su grave voz.
—A veces me daba mis vueltitas pa’ ir a verlo —cuenta Epifanio—. Ay, de vez en cuando nos poníamos a platicar, pero me acabo de enterar que se lo ajusticiaron en su pueblo.
—¡Qué canijos! —Jacinto gritó sorprendido—. Aunque de no ser por Don Refugio, el pobre diablo, no hubiera vivido más años de los que ya tenía cuando nos lo encontramos.
—¿Pos qué te has creído tú? Yo no soy ningún pan de alfajor —aclaró Refugio, para no parecer sentimental.
No anheles paz cuando los perros ladren en la oscuridad de la noche, porque el pueblo entero recordará aquel episodio de mal augurio…
•••
Casi nadie solía pasear por las calles cuando el sol se ocultaba, el silencio invadía los callejones y el viento, frío e imponente, alejaba a las criaturas desconocidas… o al menos eso creían los pueblerinos cuyas casas se situaban en la “Calle Real”, como le decían a la avenida circundante a la iglesia y Hacienda del pueblo.
Mientras la familia Martínez dormía, unos insistentes ruidos provenientes del corral lograron despertarlos. La abuela se asomó por la ventana y anunció: “¡Un animal se quiere meter al corral!”. El hijo mayor salió a espantar al animal y se encontró con un enorme perro amarillo. Todas las casas tenían al menos un perro, pero este parecía no tener dueño. Cuando el animal se acercó a la entrada de las recámaras, la abuela pudo verlo mejor: “¡Es un perro negro grandote!”.
Después del inexplicable encuentro que los miembros de la familia tuvieron con aquel animal, Don Refugio los visitó para escuchar los testimonios, ya que vivían muy cerca de la Hacienda y su información era relevante para la captura del ladrón:
—Mis niños lo veían cada uno a su modo: que negro, que amarillo, que pequeño, que enorme… ese perro quería comerse a mis gallinas—decía asustada la abuela.
—Mi varilla quedó rete torcida y al final la cosa esa salió huyendo hacia la iglesia —añadió el abuelo—, pero a mi compadrito de al lado, sí le pillaron sus gallos.
—No es la primera vez que me describen algo así… ¿Vieron o escucharon algo más después de que se fue? —cuestionó Don Refugio.
—La mera verdad, yo solo escuché a una mula rebuznando por las calles —respondió la abuela, mientras se comía un pedazo de pan duro que le aliviara el espanto—… pero suponemos que es de la Hacienda, ¿o no, Don Refugio?
—Esténse tranquilos, que pronto capturaremos al dueño de ese animal desastroso —finalizó Refugio y salió de la casa, preocupado, pues él sabía que la Hacienda no dejaba salir a las mulas y mucho menos a esa hora. Sin embargo, dejó pasar ese detalle.
A la noche siguiente, Don Refugio ya alistaba su caballo y preparaba con especial firmeza a las cuadrillas que cuidarían los alrededores. La oscuridad envolvía a San Mateo Tecoloapan; aquella era una de esas noches densas en que los perros aullaban inquietos, pero nadie hubiera sabido responder a qué se debía.
—¡Hay que estar a las vivas! —ordenó el capataz— Tenemos que tomar medidas extremas para descubrir y combatir a estos ladrones que solo Dios sabe de dónde han salido.
Las cuadrillas conformadas por los peones de la Hacienda se separaron y tomaron sus respectivas rutas a lo largo del pueblo. Luego de unos minutos, la cuadrilla de Don Refugio se encontraba apartada de las demás.
—Tú sí sabes lo que anda rondando, no te hagas —le dijo Jacinto al capataz.
Don Refugio se limitó a responderle —Yo lo único que sé es que hay que tronarnos al que quiera robar, aquí nadie viene de rata.
—Pus yo no te quería decir —Jacinto tragó saliva y dijo con un dejo de temor—, pero yo me traje al fuereño pa’ que nos ayude en lo necesario, él sabe de estas cosas… un chorro de gente anda enojada y no es pa’ menos. Se quejan de que han perdido sus aves de corral, uno que otro puerquito y las semillas pa’l maiz.
—Ora me vas a decir que el tal Epifanio tiene la solución en el morral ese que siempre carga —se burló Don Refugio.
—Pos es que de donde viene, se enfrentan a estas cosas a cada rato —Jacinto levantó las palmas de sus manos y sonrió con inseguridad.
Refugio no permitió que su amigo continuara, porque debían separarse para cubrir la mayor parte de la zona que les correspondía vigilar. Poco a poco, mientras las cigarras chirriaban desfasadas y los tecolotes vocalizaban cantos lúgubres, la cuadrilla avanzó hasta perderse de vista entre magueyes, milpas y nopaleras. Cada uno debía seguir un sendero y alumbrarse con sus respectivos quinqués, lo que les hacía recordar las historias de unas bolas de fuego que revoloteaban sobre los cerros o de entes extraños que se atravesaban en el camino de las personas para provocar que se desorientaran en un sendero que conocían a la perfección.
Ni aun Don Refugio, con años de experiencia como capataz, estaba exento de sentir temor en el campo a esas horas; sin embargo, Epifanio no parecía agobiado y se limitaba a observar atentamente los alrededores.
—A ver tú, fuereño —gritó Refugio a Epifanio—, acuérdate que por ay le das unas rodeaditas a lo que te tocó de hacienda y ya nos vemos los tres donde quedamos. ¡Vuélele!
—Sí, patrón —se apresuró a contestar Epifanio—, nos vemos a la medianoche pa’ tomarnos el café.
La bóveda celeste cambiaba lentamente su posición y la noche avanzaba de manera tranquila; se aproximaba el amanecer y no había rastros de algún ladrón. Cuando Refugio y Jacinto terminaron su número de rondines, llegaron al punto de encuentro (un jacalito en medio de la milpa) y se adelantaron a encender la fogata mientras llegaba Epifanio.
—¿Crees que el tal Epifanio se haya regresado a su casa? —preguntó dudoso Jacinto— Ya se tardó y con este dolor de panza que me cargo, no pienso esperarlo mucho.
— Seguro fue ese chicharrón que te jambaste…por tragón. —Refugio bajó de su caballo y entró al jacal—; Y si ese Epifanio no llega, lo habrás espantado por echarle de cacayacas con tus cuentos.
—Pos es que no son cuentos —insistió Jacinto, tratando de convencer a su capataz como un niño lo haría con su padre.
—Cada que se roban a los animales, los dueños de las haciendas piden a los culpables —el rostro de Don Refugio de volvió serio—, yo soy un hombre de a caballo y bien armado, ¿con qué cuentos sobre mí saldrá la gente, si digo que a los animales se los lleva algo que ni pies tiene? No pienso ser la burla del pueblo.
—Los patrones creen que todo eso es superstición —confirmó Jacinto—, pero ¿tú también vas a negar que existen cosas que no se pueden ver así nomás? Ora que también está eso de la mula que te decía la otra vez, cuando andaba paseando por…
—¡A mí nunca me ha pasado nada! —lo interrumpió Refugio, levantando la frente en alto como si supiera que ningún ente se atrevería a enfrentársele.
—¿Pos no dice tu mamá que de niño ya mero te llevaba la bruja? — le reprochó su amigo.
—Ah, pero pos yo no me acuerdo, eso fue hace mucho —se justificó Refugio mientras levantaba los hombros como desentendiéndose.
Con un rostro pensativo, Epifanio apareció silenciosamente sin que nadie lo detectara. Durante su último rondín, presenció una escena que no le pareció desconocida: algunas hojas y mazorcas de maíz revoloteaban sobre el suelo a pesar de que el viento no soplaba con fuerza.
—Que a usted no le haya pasado o no se acuerde, no significa que no existan —continuaba Jacinto, mientras ataba a su nervioso caballo junto con los de los demás hombres, se percató de que Epifanio al fin llegaba.
—Caray —refunfuñó—, creímos que nunca ibas a volver. Hasta pensamos que ya te habían echado un lazo por ay. ¿Por qué tardaste tanto?
—Vi algo raro y el caballo ya no quiso andar —Epifanio desmontó tranquilamente.
—Nada puede contra la guardia celestial de Dios —explicó Jacinto dirigiéndose a Don Refugio—, pero Epifanio viene de donde conocen de esas cosas mágicas y a lo mejor es de ayuda. Piénsalo, Cuco, ¿qué tal si los robos aumentan? Capaz que hasta nos cobran a los animales… ¡o nos corren!
De repente, sin preverlo y como si de una broma se tratara, todos los caballos relincharon y levantaron las patas delanteras en señal de miedo. A lo lejos, los perros comenzaron a aullar en cuestión de segundos y el ruido incontrolable que emitían los animales les auguraron algo extraño… Epifanio, serio, pero tranquilo, miró a Jacinto.
Continuará…